Perdió a su madre en un campo de concentración alemán, sí. Pasó parte de su infancia malviviendo en el gueto de Cracovia, vale. Tuvo que aprender a burlar nazis, también. Roman Polanski entraba en la pubertad con un cupo de tragedia a sus espaldas más que indecente, pero ni con esas flaqueó. Con veintipocos años rodaba su primer corto, y a principios de los sesenta se atrevía con un largometraje que más de uno quisiera en su currículum. “El cuchillo en el agua” no sólo logró deslumbrar al jurado del Festival de Venecia y conseguir una nominación al Oscar a la Mejor Película de Habla no Inglesa, sino también erigirse como un film profundo, morboso, inteligente e hipnótico. Una brillante película de escasísimo presupuesto que se convertiría en el preludio de una trayectoria tan escandalosa como maestra.
