Groucho Marx, Jimmy Connors, la Sinfonía Júpiter, Louis Armstrong, algunas películas suecas, La educación sentimental, Marlon Brando, Frank Sinatra, las manzanas y peras increíbles de Cézanne, los mariscos de Sam Woo… Este inventario de «cosas por las que vale la pena vivir» nos asalta en el clímax de Manhattan (la obra maestra de Woody Allen) recitado por el personaje de Isaac Davis, que el propio director interpreta. Y digo «nos asalta» porque de inmediato nos preguntamos: ¿qué añadiríamos a esa lista? Y la mente se llena de briznas de felicidad y momentos dichosos y, por un segundo, nos sentimos en paz con el mundo. Éste es uno de los poderes de la película: transferir calma en medio de una historia que habla, con grata levedad y en un delicado blanco y negro, de las hipocresías de la sociedad, de las ridículas preocupaciones burguesas, de la insatisfacción permanente de ciertos segmentos de la población. La lista de Isaac Davis concluía con «el rostro de Tracy», su joven amante. Ojalá, tras verla, quieran añadir a su particular inventario la película Manhattan, una obra tan dulce y libre como una melodía de jazz.
