Gringa Barcelona

Se supone que me tengo que sentar aquí a hablar de lo maravillosos que son los nachos de Gringa -que lo son, joder, ¡vaya si lo son!- pero ya sabes que soy fatal en esto. No sé por qué me piden que escriba artículos hablando de comida, la verdad.

A mí realmente lo que me apetece es hablar de esas noches que decides espontáneamente ir a cenar por el Raval. Y empiezas digamos… cenando en Gringa. Sí, ponle que cenas en Gringa unos nachos y luego te entra más guliña y picas unos tacos y te tomas un par de micheladas y ves al tipo que te está acompañando y piensas, «oye, ¿y por qué no?. Y subes un par de stories a Instagram porque el lugar está de puta madre -etiquetándoles, obviamente, porque estás borracha pero atinas a poner la ubicación- y te estás riendo sin parar. Y sin que nadie te vea te desabrochas el pantalón porque estás que revientas. Y te tomas otra michelada porque solamente es miércoles. Y como tienes ya tus 30 tacos tienes la certeza de que después del segundo tequila no te vas a acordar de absolutamente nada, pero te da igual, porque para esto veníamos, para evadirnos un poco de la rutina, de la vecina Margarita, de la llamada que tienes que hacer a Endesa, de que todavía estás pagando por un porno que no consumes y no te atreves a darte de baja.

Y de repente suena el despertador y ya es jueves y sólo te queda el regusto de que el Raval te lo ha dado todo. Y de los nachos, sobre todo de los nachos, joder.

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//fotos de Cristóbal Quesada

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